viernes, 28 de agosto de 2009

Envidia

La envidia es un emblema nacional.
Aquí se envidia hasta lo inferior.
La envidia es la dentellada de lo que no pudimos ser, de lo que no supimos hacer, de lo que no logramos tener.
Hay una envidia que la prosperidad borra. Es la envidia vulgar de las cosas. Se soluciona con una tinka bien ganada y es la menor, aunque la más extendida, de las envidias.
Pero la envidia sin remedio es la que odia lo que jamás se podrá tener o imitar. Es el retortijón de la impotencia convertido en punzada crónica. Es la punzada con cara de crítico literario.
Porque los críticos son, por lo general, hijos de la envidia y hermanos de la consolación. Y huerfanitos de todo lo pensable.
A mí me ha fascinado siempre imaginar las tuberías de la envidia: su aliento a cebolla hervida, su tripa sinfónica, sus ojos de vidrio, sus ruidos de acecho.
Cómo envidian a Vargas Llosa los que no podrían llevarle ni el maletín con los manuscritos. Y cómo esa medianía cenicienta se alaba entre sí, en el reino de los tuertos y en el país donde el último libro más vendido de la feria ha sido el de Aldo Miyashiro.
Cómo envidiaron a González Prada los cobardes. Cómo envidiaron a Moro o a Rose los patealatas de la poesía. Claro, Moro y Rose manejaban el torpedo de Fangio mientras ellos tropezaban con sus pasadores.
Cómo, en el fondo, don Miguel Grau Seminario es institución venerada y, simultáneamente, incomodidad. Porque nos recuerda la sangre de orchata, la criollada evasiva, el chicheñó, la fuga del tondero.
Siempre creí que lo que más envidió Pinochet era la muerte con honor de Allende. Pinochet terminó como un viejo olvidadizo y vastamente asesino. Allende será recordado, siempre, como un hombre de palabra.
Bien visto, el capitalismo es el sistema en el que mejor crece la puya de la envidia.
Porque el combustible del capitalismo es la frustración. La real y la inventada. La que padecemos de verdad y las que nos hace padecer la publicidad.
El capitalismo no es sólo un sistema. Es también un metabolismo de la fiereza. No corrige lo menos diurno del hombre sino que le aplaude los instintos más asesinos y el egoísmo más neanderthal.
La envidia es una contribución peruano-peninsular a ese puchero amargo que nos tensa cada día recordándonos que el espíritu no está de moda, que la cultura es prescindible, que el buen gusto no existe, que el tumulto es altar y que somos, antes que nada, consumidores.
Y a consumir se ha dicho. Y a envidiar también, que la máquina no puede parar.

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